De las tijeras y el tranchete a las vendimiadoras mecánicas, así ha cambiado la recolección de uva en España.
Dicen los lugareños que antes la vendimia empezaba en octubre, luego en septiembre, y ahora en agosto. El adelanto es un hecho, sin entrar en teorías de cambio climático. Antes, en Castilla-La Mancha, sólo se recogía airén o tempranillo, variedades autóctonas adaptadas al terreno cuya maduración era más tardía que la de otras uvas hoy presentes, como la chardonnay, la sauvignon blanc, la macabeo o la verdejo. Quizás algo tenga que ver.
En los últimos cuarenta años, la vendimia ha cambiado radicalmente. La llegada de las máquinas vendimiadoras y la reestructuración del viñedo han hecho que la imagen tradicional se vaya diluyendo. Aun así, hay recuerdos que perduran: pueblos que se preparaban para todo —y cuando se decía todo, era todo—.
Bodegas y cooperativas con colas de estudiantes que buscaban trabajo en campaña. Otros tantos estudiantes buscando cuadrilla antes de empezar el instituto o la universidad para ganarse un jornal y un salario de vendimia decente. Si ibas a destajo ya era otra historia. El abuelo, nervioso para que todo estuviera listo; talleres saturados resolviendo las últimas averías del tractor y remolque; supermercados llenando estanterías con lo necesario para los almuerzos, los guisos y los asados. Y que no faltaran las sardinas saladas y el melón. De los guantes de plástico ya hablaremos en otra ocasión.
Luego estaban los del tranchete o los de la tijera. El del tranchete, un valiente, o eso quería demostrar. Durante el día, el pueblo se sumía en una calma extraña, como esperando noticias de un frente de batalla. —¿Cuántos kilos hoy?— era la primera pregunta cuando la cuadrilla regresaba tras ocho horas de trabajo. Los primeros cuatro días eran los más duros; después, el cuerpo se amoldaba. —¿Cuántas espuertas vais?— servía para medir fuerzas con el vecino, ese enemigo-amigo de cada vendimia.
La vuelta a casa llenaba de polvo los caminos, con hileras de tractores y coches rumbo al “cuartel”. El pueblo se sumía en un pequeño caos, los bares llenos, los supermercados hasta la bandera. En la cooperativa, los jefes hacían corrillo y comentaban la jornada, mientras tractores y remolques esperaban su turno. Con suerte, si el sinfín no se averiaba la descarga no se alargaba hasta medianoche.
Y así, jornada tras jornada, hasta llenar depósitos y cerrar otra campaña de vendimia. Cómo ha cambiado todo.
De la vendimia a mano a la era de las máquinas
Ahora sólo hay que ver cómo funciona una máquina de vendimiar. En dos, tres o cuatro horas todo queda limpio. El tiempo depende del capital del susodicho. Tractores y remolques se mueven sin descanso durante toda la jornada, y las cooperativas reciben carga tras carga, en un ir y venir constante.
Los pueblo están en calma, los supermercados apenas notan la campaña. Los temporeros no llegan. Los jóvenes están a otras cosas.
Algo sigue oliendo a mosto, pero menos. Las tijeras ya no se pegan tanto, los tranchetes prácticamente han desaparecido. En definitiva, cada vez menos gente quiere vendimiar. Sólo lo hacen los pequeños viticultores, los bodegueros familiares, las cuatro casas que aún no han decidido qué hacer con el viñedo del abuelo y lo mantienen para reunirse el fin de semana, juntarse hermanos y primos.
Cómo ha cambiado todo.
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